Teresa Domingo Català
I
Pienso tus manos y tus ojos,
tu reflejo de alma,
y soy desuello vivo que te nombra
y no quiero ver amanecer sino sangre,
sino savia en tierra como semen,
esperma de mis noches fenecidas.
II
La celada en la boca del pastor
para que acuda el lobo y se arrodille,
y de hinojos el hombre lo acribille,
dejando sus despojos al albor.
Solamente el pelaje ensangrentado
es testigo del tiro y su crudeza,
la sangre bordeando la cabeza,
el hocico desnudo y acabado.
La loba, presintiendo oscuridad,
solloza con sus crías desventura
que adivina en la ausencia de su lobo.
El pastor desayuna soledad,
huele a sangre, la sangre de su robo,
sabe inútil su cebo y su captura.
III
Declina la espesura con sus pasos amargos,
una esquina de luto con la esquirla de mayo,
una tristeza inhóspita que aloja el corazón,
una bruma salvaje que llora oscurecida
el sólido aguijón, la penumbra del alba.
En silencio te nombro y en silencio te lloro,
mis lágrimas son niebla, con su sal el cemento
se acumula en los párpados y se venga del lodo,
el águila iracunda con su cuello de plata
voltea por los nidos y sus espejos de agua.
Las serpientes atadas, las culebras feroces,
el desierto que anhela las fusiones del hielo,
invaden las tormentas con un pulso letal,
asesina es la escarcha que devasta los márgenes
y que ansía el suicidio como un dios en otoño.
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